Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha
“No concibo la libertad de un corazón ni la tranquilidad de una conciencia que no estén seguras de su perdurabilidad después de la muerte”.
Miguel de Unamuno, ‘Del sentimiento trágico de la vida’.
Las tres edades y la muerte, del pintor Hans Baldung Grien, sintetiza los estragos del paso del tiempo. El reloj de arena que sostiene el esqueleto de la mujer da cuenta de la inexorabilidad de nuestro destino.
En la esquina superior derecha, una cruz que se dirige al Sol abre el horizonte hacia la única esperanza posible. Los sueños y refugios mentales ante el problema fatal de la muerte pasaban por la religión. Hoy, la tecnología parece ser ese espacio de esperanza.
La inmortalidad digital
A partir de 2030, el tiempo de vida podrá extenderse hasta la eternidad por medios tecnológicos. Es lo que el pionero de la inteligencia artificial y director de ingeniería de Google, Ray Kurzweil, denomina singularidad.
La ciencia ficción nos explica este concepto: se trata de que la inteligencia artificial pueda tanto simular el comportamiento de personas como recrear el de individuos que ya no existan.
Una vez transferidos todos nuestros datos digitalizados a una computadora, sería posible que lo que somos, nuestra identidad, se deshiciera de las cadenas de la biología. Sería una trascendencia digital, por la que nuestra conciencia sobrevive a nuestro cuerpo. Habitamos en la máquina. Sobrevivimos en ella.
Una versión embrionaria es el portal Eternime: preserva tus historias, pensamientos y recuerdos para la eternidad. E incluso podrás crear un avatar de ti mismo para que cualquier persona interactúe con tus huellas digitales. ¿Acaso contigo mismo?
Un episodio de Black Mirror, titulado Ahora mismo vuelvo, planteaba tal inmortalidad del ser humano en estos términos. Conforme a los datos disponibles sobre una persona, el algoritmo de inteligencia artificial es capaz de crear y revivir comportamientos predecibles.
Por medio de patrones identificados en el análisis de datos, se construyen inteligencias que superarían el Test de Turing. Y de esta manera, se podrían crear incluso réplicas de uno mismo.
Las huellas inmortales
En cierto modo, esta forma de trascender es también la que Miguel de Unamuno atribuía a la escritura. El escritor deja su huella para la posteridad, de manera que el que lea estará ante una parte de él. ¡Cuando yo falte, esto quedará como memoria de lo que fui! Otro tanto con la pintura, como la de Dalí y El caballero de la muerte.
La novedad radica en que, conforme a lo planteado por la inmortalidad digital, lo que nos sobrevivirá no será un testimonio estático de nosotros mismos. No será una fotografía, una pintura o unas líneas manuscritas a modo de diario.
Será nuestra propia conciencia reconvertida en inteligencia artificial, capaz de interactuar y aprender sobre la marcha a adaptarse a nuevos contextos, mediante lo que se denomina machine learning y deep learning.
La muerte escondida
Toda tecnología pretende ser la solución a un problema. En el caso de la muerte, hoy en día representa uno de los tabúes fundamentales. Es lo innombrable. Lo que se aparta de nuestra visión idílica e idealizada de vida. Parece ser que vivimos en una era en la que la felicidad es un deber, una obligación moral (y mercantil). La muerte ha de descartarse de ese plan de vida modélico.
El historiador de la cultura Philippe Ariès supo advertir cómo, de una concepción familiar de la muerte, hemos pasado a la incapacidad para aceptar el hecho de nuestra propia finitud.
“Todo sucede ahora como si ni yo ni tú ni los que me son caros fuéramos mortales. Técnicamente, admitimos que podemos morir, contratamos seguros de vida para preservar a los nuestros de la miseria. Pero, verdaderamente, en el fondo de nosotros mismos, nos sentimos no mortales”.
Philippe Ariès, ‘Historia de la muerte en Occidente’.
De una muerte que se entiende como parte ineludible de nuestra vida, cotidiana, vivida sin miedo ni desesperación, transitamos a una muerte maldita, que se oculta sistemáticamente de nuestra vista porque nos recuerda a nuestro pesar que somos seres limitados.
Sentimos pavor a la muerte, a afrontarla, hasta el punto de dejar en soledad a los moribundos, como nos sugería en sus últimos años de vida el sociólogo Norbert Elias.
El perfeccionamiento transhumanista y los sueños de una vida prolongada después de la muerte biológica entran así en conflicto con la idea de límite. El límite nos define y distingue de los demás.
¿La vida sin límites?
¿Tendría sentido que la vida no tuviese bornes? Una conciencia expandida por medios informáticos, ¿no sería más bien un simulacro antes que la perseverancia en el tiempo de nosotros mismos?
“¿Hay algún sentido de mi vida que no será destruido por la inevitable muerte que me espera?”
León Tolstói, ‘Confesiones’.
De nuevo la ficción nos ayuda a comprender. Jorge Luis Borges concibió un cuento titulado El inmortal, publicado en El Aleph.
En la raza de los hastiados Inmortales reconocemos que lo que se pierde, al ganar la vida eterna y sobrehumana, es el valor infinito de lo que tiene límites, de lo irremisible que solo puede ser una vez:
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”.
Jorge Luis Borges, ‘El inmortal’.
Nos iluminaba Mario de Andrade con su poema Mi alma tiene prisa:
“Tenemos dos vidas, y la segunda comienza cuando te das cuenta que sólo tienes una…”
¿Y si esa vida es eterna? Borges, Grien, Dalí, Unamuno, Tolstói y Andrade perviven en sus escritos y pinturas inmortales.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de teoría de la comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.